El
qué dirán
De pequeño podías jurarle la guerra a tu peor enemigo y a los cinco minutos cambiarte a su bando sólo porque te había sonriedo; sin visión de futuro y sin preocupaciones por cuál sería vuestra relación al día siguiente y sin miedo al qué dirán por posicionarte en uno u otro bando.
Eso sí sería liberador y no lo que he de hacer de adulto; entrar cada día del mismo modo: abrir la puerta, decir buenos días, andar hasta mi sitio, sentarme y sacar mis libros. Todos los días igual, todos los estudiantes igual, en todos los colegios igual... como si mis sentimientos hoy fueran los mismos que ayer, como si yo fuera la misma persona que el compañero que acaba de entrar antes que yo y acaba de hacer el mismo ritual, como si su vida se pareciera lo más mínimo a la mía. Cualquier cosa que se saliera de este comportamiento haría levantar las cabezas y murmurar a toda la clase. Y eso yo creo que es triste.
Quisiera ir a comprar al supermercado y poder tirarle de la manga a la típica abuela que se cuela en caja haciéndose la tonta y preguntarle que qué es lo que ha perdido, si sus gafas o la vergüenza. Y sería bonito que sus sentimientos no resultaran heridos más de los cinco minutos que nos duraban cuando éramos niños.
¿De qué sirve tanto esfuerzo en protocolo y tanta convención social, tanto miedo al qué dirán, si tendré que aguantar a los hijos de los vecinos hasta que crezcan.
Siempre decimos que los niños son muy crueles, pero las cosas que he visto en los adultos jamás las vi en los niños.
Los niños son crueles porque la crueldad es propia del ser humano, pero los adultos son igual de crueles e incluso con la conciencia de estar siéndolo y, lo que es peor, a escondidas; por el qué dirán.
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